El
tractor da marcha atrás. El conductor y el joven acompañante vuelven sobre sus
pasos, de seguro a una velocidad menor por el alcance de la máquina. Huyen,
saben que – con o sin causa – son una presa salida del bosque, apetecida por
los cazadores.
Las ráfagas
se multiplican. Los tiros impactan en el móvil. Cunde el terror en los
muchachos, conductor y acompañante. Uno es alcanzado por la espalda, mientras
los policías disparaban casi por deporte, ajenos a toda doctrina, protocolo y
estándar establecido. Así quedo al menos de manifiesto, tras las indagaciones
del fiscal.
El
testimonio de un menor de edad ha sido clave para el esclarecimiento, al menos
parcial, de los acontecimientos. Rendido, arrestado, golpeado y encarcelado es
sindicado en los partes como coautor de un crimen. La arrojada acción de
personal de derechos humanos, consigue sacar a la luz su relato y salvarle quizás
de un nefasto destino.
Transcurridas
las horas, emplazados y compelidos por la prensa a responder por el uso
desmedido de la fuerza ante un delito común, el ministro del interior retoriza con el imaginario de la <<presencia
policial>>. Un sonso devaneo, un discurso incapaz de conceptualizar la
frontera de la legalidad y legitimidad de los actos incurridos.
El
general director por su parte, explica – al nivel del cinismo – la brutalidad a
partir de la doctrina de lo <<impredecible>>, una suerte de economía
de lo colateral (sugiero ver las respuestas de la diputada Carmen Hertz). Lo último,
fue el intento de <<humanización>>, en la destrucción de un chip
que evidenciaría el error procedimental y táctico cometido. Similar lógica
ocurre a la hora de desmentir los falsos partes.
Así
pues, la brutalidad se nos hace normal, inocua, transparente. Un ente
incorpóreo, un espectro inasible al
brazo de ley, la moral y la ética. Un estado de barbarie de contornos
difusos, de difícil reproche. Un sofisticado virus troyano, que penetra las barreras
del viejo estado de derecho, que inocula indiferencia, naturalidad, a veces
sensiblería.
La
violencia es estructural, se ha dicho desde Hobbes hasta Bourdieu. Las
sociedades se han dado maña – poder y cultura mediante – para contener y
conducir aquella <<ley sagrada>>. Hoy nos enfrentamos a algo
distinto, la era global es la era de la brutalidad; un tipo de violencia cuyas
magnitudes y flujos, al igual que la mercancía, supera las escalas de lo
conocido. En nuestras sociedades, la brutalidad pugna por ser
institucionalizada. De ahí pues, la proliferación de estas facetas
estupidizantes, presentes en el discurso
de aquellos llamados a ser garantes de su caución.
Sobre
esto hay mucho escrito. No es menester abundar aquí. Lo importante es preguntarse,
cómo un país medianero como el nuestro ha llegado hasta este umbral. Esto
empieza pues, desde mucho antes. Cuando el estamento político cede a la
comodidad y confort de la lógica de control ofrecida por las policias. Cuando
comienza a despuntar la figura del nuevo
<<estado corporativo>> en nuestro siglo. No es casualidad
que la brutalidad aflore en una zona geográfica, diferencial y deliberadamente
empobrecida, para la expansión del capital.
Ahora es el turno de
la derecha neoliberal de ofrecer respuestas. Su excelencia el presidente de la
república se encuentra de gira por la zona. No se sabe muy bien, si para
contención política o para reificación de la brutalidad transparente. Por lo
pronto, vale la pena detenerse en los últimos gestos y palabras del ministro de
justicia Hernán Larraín quien, en su discurso del <<caiga quien
caiga>> ha decidido al parecer, desmarcarse de la nueva forma de institucionalización.
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