Por Davor Mimica
Ex presidente de red “RED LIBERAL”
www.redliberal.cl
La historia de la política urbana
y de los objetivos de las autoridades locales ha estado generalmente ligada a
la resolución de conflictos y controversias entre diferentes intereses: vecinos
versus interés inmobiliarios, actividad comercial versus tranquilidad
residencial, áreas verdes versus zonas residenciales, gestión del transporte,
etc. Su politización ha sido muchas veces una extensión de ideologías
nacionales, aunque el clientelismo local siempre ha sido más relevante que
posiciones ideológicas claras, menos aún, posiciones ideológicas urbanas. Sólo
recientemente se puede identificar una politización de la discusión urbana,
dentro de marcos exclusivamente urbanos: entre modos de transporte, buses vs
metro, expansión vs concentración, etc., basándose en modelos de sociedad a
veces contrastantes y no siempre respetando las líneas divisorias clásicas (ni
las emergentes) de la política partidista chilena.
Para hablar sobre política urbana
liberal, debemos primero hacernos cargo del referente histórico relacionado con
el experimento urbano neoliberal de 1979 a 1989, tal vez la primera gran
ideologización de la política urbana, que tuvo, principalmente por haber
ocurrido en una dictadura, profundos impactos en la forma en la que se
desarrollaron entonces, y desarrollan aún las ciudades. Este experimento
representó una visión simplista de qué implica una política urbana liberal,
entendida como la ausencia de regulación, de planificación y de toda forma de
obstáculo al natural desenvolvimiento de las fuerzas de mercado en un
territorio. Para analizarlo, me apoyaré bastante en un paper escrito por
Antonio Daher y publicado en el CEP, a inicios de la democracia como forma de
análisis y crítica a la experiencia neoliberal en urbanismo y posteriormente
daré algunas luces sobre lo que podría ser una agenda urbana, en el contexto de
un liberalismo moderno.
Una revisión de la literatura nos
puede dar buenos indicios sobre a qué se refirió el experimento urbano
neoliberal. Vamos por las primeras frases que definieron tales políticas: “el
suelo urbano no es un recurso escaso”, “el uso de suelo queda definido por su
mayor rentabilidad” y "Se definirán procedimientos y se eliminarán
restricciones de modo de permitir el crecimiento natural de las áreas urbanas,
siguiendo las tendencias del mercado”. Si bien "corresponde al Estado
mejorar la calidad del medio ambiente" en las áreas deterioradas, esto se
haría "con el objeto de convertir las zonas beneficiadas en áreas
atractivas y rentables para la inversión privada" (Política Nacional de
Desarrollo Urbano, MINVU, 1981), llegando el Jefe de Desarrollo Urbano del
Minvu a declarar que se debe "aceptar
que existe una forma natural en el comportamiento de la sociedad urbana",
para concluir asegurando que "la
liberalización de la normativa que restringe el crecimiento natural de las
ciudades no representa ningún riesgo y, por el contrario, incentivaría
fuertemente la inversión privada”. Básicamente, lo natural era el mercado y
lo mejor que podía hacer la autoridad era hacerse a un lado. La buena
administración municipal era una administración ausente.
El Ministro Director de la
Oficina de Planificación Nacional, ODEPLAN, Miguel Kast, fue aún más allá,
señalando que "De ser cierto que resulta más barato construir en altura que en
extensión, cabe la pregunta de por qué el mercado no ha apuntado en dicha
dirección y, por el contrario, apunta a hacer crecer horizontalmente las
ciudades", agregando a continuación que en todo caso "no se requeriría la intervención del
Estado, ya que si la tierra escaseara cada vez más, su precio subiría hasta el
punto de que resulte más atractivo construir en altura que horizontalmente”,
concluyendo al señalar que "A menos
que el mercado contenga serias imperfecciones, el permitir que las ciudades
crezcan horizontalmente beneficiaría al usuario de la vivienda (le sale más
barato y lo prefiere), al agricultor (obtiene un mayor valor por su tierra) y
al Estado que abarata los costos de infraestructura”. De esta forma, se
dejaba no sólo la planificación urbana, sino la territorial y el futuro del
campo y el crecimiento de las ciudades al arbitrio de la rentabilidad
individual de corto plazo.
La consecuencia en términos de
política, fue el Decreto Ley 420 de 1979, que declaró como área de expansión
urbana de Santiago a una superficie de 62.000 hectáreas, equivalente a un 160%
del área urbana a la fecha. Los resultados de esta política fueron, a todas
luces, negativos: ampliación de las ciudades (particularmente en Santiago) con
enormes costos en contaminación y transporte, segregación.
La crítica desde la
economía no tardó en llegar. Pablo Trivelli señala en 1981 que "La
libre competencia en el mercado de suelo dista mucho de una situación de
competencia perfecta (por) el incumplimiento de los supuestos de homogeneidad
del bien, concurrencia, falta de transparencia y movilidad espacial de los
recursos, además de los problemas que presentan las externalidades y la
especulación de suelo urbano (...) Este mercado se define con mayor exactitud
como un caso de competencia monopólica y bajo ciertas circunstancias
simplemente como un monopolio”. A esto, Antonio Daher agrega que "A la imperfecta movilidad espacial de
los factores se agrega el perfecto carácter inmueble del suelo y su
edificación. Esta inmovilidad es un factor determinante de imperfección no sólo
del mercado de suelos, sino de la economía urbana en su conjunto. El mercado
inmobiliario es por definición un mercado de no transables, y por lo tanto
económicamente protegido”, llegando a afirmar que "El suelo urbano, más que un soporte físico necesario a la construcción,
es un verdadero conteiner de externalidades. El mercado de suelos urbanos no es
tal: es en rigor un mercado de las externalidades anexas al suelo”.
Revisemos qué pasó tras la
violenta ampliación de la superficie urbana de Santiago en 1979. La ortodoxia
económica decía que al haber mayor oferta, los precios urbanos bajarían de ser
más productivos que la producción agrícola que era su alternativa. Si eran
menos productivos, se mantendrían constantes. El resultado fue que los precios
subieron. Por ello en 1985, se planteó una nueva Política Nacional de
Desarrollo Urbano, donde se definió que
"El suelo es un recurso económicamente escaso, debido a su naturaleza de
bien útil no producido, cuya oferta es inelástica”. Es decir, el suelo pasó
de ser no escaso, a escaso. Un giro de 180 grados. Además, se definió que:
"Dado que las acciones privadas (...) orientadas por los
mecanismos de mercado son insuficientes por sí solas para implementar este
desarrollo (urbano) y para evitar las externalidades negativas que derivarían
de un crecimiento inorgánico, corresponde al Estado la irrenunciable
responsabilidad (...)".
Y más: "Esto sólo será posible mediante una (...) planificación del
Desarrollo Urbano, que concilie (...) los intereses de los particulares con el
interés del Bien Común (...)".
La nueva política aclara más
adelante:
"La planificación del desarrollo urbano es una función privativa
del Estado. En dicha planificación serán consideradas, entre otras
informaciones, las tendencias del mercado (...)". Y se precisa: "Los
principios aludidos consagran la libre iniciativa del sector privado el cual,
en el desarrollo urbano, está llamado a ser el gestor principal".
Empero, "la iniciativa
privada deberá sujetarse a la planificación que establezca el Estado, y, dentro
de este marco, orientará naturalmente sus decisiones por el mercado”. Según
Daher, el cambio en política implicó no un avance hacia el estatismo, como
habría acusado un ortodoxo neoliberal, sino la diferenciación entre bien común
y mercado, tanto más necesaria mientras más imperfecto es el mercado. Este
cambio fue forzado por las consecuencias del laissez-faire.
La política neoiberal urbana fue,
como en tantas muchas áreas, una simplificación hasta el paroxismo de economías
complejas y externalidades importantes, convertidas mediante ceguera selectiva
en economías simples, competitivas y perfectas, donde un set maximalista de
básicas recetas llevaban, por el puro poder del deseo y la voluntad, al
bienestar social. Antonio Daher lo dice bien:
"si se trata de reconocer el mercado, resulta científicamente
evidente que el urbano es un mercado estructural e intrínsecamente imperfecto.
Defender el mercado será, en rigor, corregir o compensar sus imperfecciones. No
el laissez-faire.”
Terminando con señalar que el
experimento de políticas urbanas neoliberales duró entre 1979 y 1989. Los
programas de gobierno tanto de RN como del candidato Hernán Büchi tuvieron como
componente importante la regulación en las políticas urbanas, como forma de
combatir la que denominaron “anárquica
aglomeración urbana”. Finalmente, cito a Daher:
"Que el reconocido éxito del modelo neoliberal en la economía
chilena contrasta con su autocrítica y reconocido fracaso en el desarrollo
urbano”.
Este tipo de políticas, si bien
reconocidas como un fracaso incluso por sus propios promotores originales,
tiene aún hoy un importante correlato en algunos modelos de administración
municipal. Tal vez hoy los principales ejemplos en comunas avanzadas y con
recursos son Viña del Mar y Ñuñoa. Sus actuales modelos de desarrollo tienen
relación con un entreguismo desde parcial a total hacia intereses
inmobiliarios, junto con una desconexión del crecimiento urbano con las
capacidades viales y de espacios públicos para tener un crecimiento
sustentable. Es dejar al mercado actuar y ser el protagonista de una
planificación territorial mayormente espontánea. Tal vez podríamos sumar a Las
Condes en esta lista, pero últimamente la administración de De La Maza ha
tenido un interesante giro hacia el fortalecimiento de los espacios públicos,
la innovación en el transporte urbano, y la protección de ciertos barrios por
razones que van más allá de lo puramente patrimonial, incluso cuando algunas de
las implementaciones y decisiones puedan ser criticables desde una perspectiva
de ciudad.
El liberalismo, incluso en sus
vertientes modernas, alejadas de ortodoxias y burdas simplificaciones
económicas, ha tenido un histórico pánico a la planificación central en toda
área de la vida en sociedad. La planificación urbana no es una excepción a esta
regla, causando estertores espásmicos cuando el concepto es oído por liberales
de diversas vertientes.
Hoy, por experiencia, sabemos que
la opuesta alternativa, en la línea clásica ideológica del siglo XX entre
Estado-Mercado, es un completo fracaso. Pero, más que arriar las banderas y
declarar la derrota, el liberalismo bien podría, en este como en tantos otros
temas, entender de una vez que tal línea entre Estado y mercado como opuestos
excluyentes, es una idea tan atrasada como simplista. Hoy existen, en la
práctica, un sinnúmero de modelos y experiencias donde las fuerzas del mercado,
como expresión de algunos de los anhelos de las personas, son un buen y
necesario complemento a formas de decidir sobre el devenir de los centros
urbanos, pasando del mercado como alternativa a la planificación, al mercado
como herramienta para una mejor planificación.
Ya sabemos que la maximización de
la rentabilidad individual no es el camino para una planificación (o ausencia
de planificación) urbana sensata. Esto es porque la mayoría de las relaciones y
efectos provocados por políticas urbanas tienen mucho más que ver con la
relación entre las personas que con lo que cada una de ellas es capaz de
producir. Difícilmente uno podría desconocer que la ciudad es el espacio donde
más tiene sentido asegurar que las personas son arrojadas unas contra otras
para convivir y desarrollar sus propias vidas. La pregunta entonces no es tanto
qué modelo económico debe adoptar una política urbana, sino qué tipo de valores
y objetivos son los que tiene una vida urbana liberal, para que la política
urbana los proteja, promueva y facilite desarrollar. Por supuesto, confiando en
pertenecer a una línea del liberalismo moderna y madura, que abandonó la
adolescencia de las certezas que tanto caracterizó a la era neoliberal, no
tengo respuestas. Pero sí algunas propuestas sobre dónde debiéramos mirar en
términos de principios y objetivos. Nada de maximalismos, sino direcciones
generales:
- El protagonismo del espacio
público en la ciudad: Nuestro hogar es nuestro reino. Lo definimos como
extensión de las vidas que deseamos vivir. Pero el espacio con el que podemos
contar para desplegarnos privadamente es escaso, y está bien que así sea. Por
ello es la centralidad que deberían cobrar los espacios públicos como extensión
de nuestras vidas privadas. Como el espacio tanto territorial como metafórico
donde nuestras libertades se traslapan y proyectan en las de otros. Como tal,
el despliegue de las vidas que deseamos vivir en torno a los espacios públicos
son siempre un asunto delicado, ya que los usos de unos interrumpen o dañan al
menos en parte los usos de otros, incluso en sus esferas privadas. Dado que la
alternativa de impedir toda influencia del espacio público en la esfera privada
de cada persona llevaría a cercenar los espacios públicos de toda utilidad, el
camino debe ser gestionar la colisión de libertades y expresiones de maneras
razonables para construir una ciudad donde las personas puedan desenvolverse de
la manera que desean.
Esto lleva a que cualquier
arreglo donde un grupo en particular lo gana todo, mientras los demás son los
que incurren en los costos, es un mal arreglo. La ciudad liberal es aquella
donde todos ceden una parte menor de sus anhelos para lograr, en conjunto,
mucho más. Una donde las libertades se traslapan y se proyectan en los demás.
Esto implica ser capaces de ceder en parte en horarios de actividad nocturna,
en diversidad de expresiones culturales, etc. Porque espacios públicos
robustos, bien diseñados, donde uno quiera pasar el tiempo y desenvolver la
propia vida como extensión del mundo privado y conectarse con los demás, son
esenciales para la vida urbana moderna y hoy son, tal vez, la mejor oportunidad
que tenemos para mejorar la calidad de vida de nuestros ciudadanos.
- La igual ciudadanía: Cada
persona vale lo mismo a los ojos de la autoridad. Frase que parece obvia y
simple, tiene profundas implicancias a nivel de política pública y regulación
urbana, como en transporte y movilidad urbana. Un conductor de un vehículo de 6
metros de largo tiene el mismo derecho a cada metro cuadrado de vías públicas
que un ciclista que monta una bicicleta de dos metros de largo o que una
persona que, literalmente, ocupa una fracción de metro cuadrado, parada en una
micro. Una política correcta, entonces, no debiera ser la que expande los
derechos desde la persona al vehículo que escoge usar para transportarse.
Tampoco una que desde la política pública intenta privilegiar ciertos modos de
transporte por sobre otros por encontrarlos moral y valóricamente más correctos
ante la perspectiva del regulador. Una política correcta debiera ser la que
otorga a cada persona el mismo derecho al espacio para que pueda transitarlo y
usarlo de la manera que le parezca más conveniente. Sólo esta regla, ya
generará suficientes cambios como para ir avanzando hacia modos de transporte
más sustentables y socialmente eficientes. Este concepto de igual ciudadanía,
también debiera aplicarse en la prestación de servicios públicos, en el
tratamiento ante la diversidad y manifestaciones culturales y extenderse
también al aspecto de las relaciones entre las personas, de modo de asegurar
que el trato entre unos y otros respete la igual dignidad democrática de cada
uno.
- La participación: La salida
propuesta por Antonio Daher a la división entre Planificación/Estado y
Planificación/Mercado, es la descentralización y democratización de los
mecanismos de planificación urbana. Él llama, a esta micro planificación, su
“privatización”, entendida ampliamente, de manera que trasciende a las empresas
y donde el rol de los vecinos y usuarios de los territorios cobra importancia.
Entonces, la planificación como resultado de la participación y fina
observación de los usos urbanos que le dan personas a los espacios. Esto
descentraliza y democratiza la ciudad. Tal como la aplicación de un modelo
teórico, como la simple plebiscitación de toda decisión no son caminos
razonables para una gestión urbana adecuada, los espacios de decisión de la
autoridad debieran estar siempre sujetos a una activa revisión y juicio por
parte de los ciudadanos y respaldados por el uso de abundante y transparente
información: por dónde circulan los ciudadanos, o cómo se conforma la actividad
pública, cultural y económica de un territorio. Entonces, una autoridad local y
urbana debiera tener como gran objetivo la creación, proliferación y maduración
permanente de orgánicas de participación ciudadana de base. Territoriales,
temáticas y de convivencia. No sólo por el rol democratizador que es deseable
de toda autoridad, sino por el insustituible rol que una participación robusta
tiene sobre una planificación urbana exitosa.
- Fomento a los focos de
identidad emergentes: Tal vez una de las principales herramientas con las que
cuenta la autoridad urbana para realizar una planificación descentralizada y
democrática, es la identificación temprana y la adopción de un rol de promover
los focos de identidad emergentes. Las dinámicas propias de la ciudad, de las
interacciones entre las personas y de los patrones de inversión, consumo y uso
de espacios públicos, son elementos constitutivos de las identidades locales y
cómo estas van evolucionando, las que se deben tener en consideración en forma
permanente si lo que se pretende es entender cómo está funcionando un
territorio. Cómo la ciudad está evolucionando y cómo la autoridad puede ayudar
a guiar esas evoluciones de manera que minimicen escenarios dañinos (como no
ocurrió en el barrio Suecia de Providencia) y cómo puede apoyarlas en forma
orgánica para ir potenciando los espacios que los mismos ciudadanos construyen,
(como ha ocurrido con la robusta participación ciudadana en el Barrio Yungay,
de Santiago). Una autoridad urbana eficiente es una que comprende en forma fina
las tendencias específicas, barrio a barrio, cuadra a cuadra, de modo de
detectar tempranamente los cambios en la identidad que tienen los diversos
espacios, es decir, los cambios en la manera en que las personas, vecinos o
usuarios, se relacionan con un espacio determinado. Una autoridad liberal
debiera generar procesos virtuosos de acompañamiento a estos cambios, de modo
de erradicar a tiempo el brote de tendencias que pueden generar problemas a
futuro (brotes de inseguridad, problemas de convivencia, etc.) y de minimizar
los costos para las personas que los cambios, incluso los abrumadoramente
positivos, siempre acarrean (gentrificación, reemplazos comerciales, etc.).
Esto corre para la identificación de un determinado barrio con un comercio en
particular, con una arquitectura en particular, con manifestaciones culturales
particulares, etc.
- Oferta diversificada de
actividad: El liberalismo moderno ha abrazado las banderas de la diversidad. No
sólo defendiendo su tolerancia, sino que promoviéndola activa y decididamente.
Esto tiene una importante aplicación en las políticas urbanas. Desde la
diferenciación entre los barrios, a partir del fomento adecuado de focos de
identidad emergentes, hasta la promoción de oferta inmobiliaria, comercial y
laboral que promueva la convivencia de personas de diferente origen, identidad
y cultura. Pero también en la arena de la oferta de actividad hacia los vecinos
y usuarios. Sólo cuando la oferta de actividad en el espacio público y
provistas por el comercio es suficientemente diversificada, la población
permanente y flotante también podrá serlo. Por ello es que una autoridad urbana
liberal debiera promover distintas ofertas de actividad, para diferentes
intereses, culturas y experiencias. Esto, por supuesto, incluye una actividad
nocturna robusta, pero segura y responsable del impacto que causa en sus
vecinos.
Todos los objetivos anteriores suenan
muy bien para comunas con elevado desarrollo económico y humano, pero tal vez
no para comunas en contextos de pobreza. Espacios públicos, ciudadanía,
participación y oferta de actividad podrían definirse como bienes suntuarios en
contextos de privación y de necesidades urgentes e inmediatas. Pero esa forma
de entenderlos sería un error. Buena parte de lo que compone lo que entendemos
como calidad de vida, es la calidad de nuestro entorno y la forma en la que nos
relacionamos con él y cómo nos relacionamos, entre nosotros, en él. Espacios,
respeto, participación y actividad no son elementos suntuarios, sino mínimos
para llevar vidas urbanas más llevaderas, incluso en contextos de pobreza.
Incluso, en estos contextos es donde se hacen más necesarios. Ahora, mientras
aumenta el desarrollo de un territorio, el proveer hacia sus habitantes y
usuarios puede ser efectivamente complementado, a través de un último objetivo:
- Vocación preferente por el
turismo urbano: Pocas actividades cumplen y resumen todos los objetivos
anteriores, como el turismo urbano. El turismo deja recursos importantes para
la actividad privada local, hace uso protagónico de espacios públicos, los que
debieran ser diseñados con el potencial turístico en mente. Asegura y promueve
un ambiente de diversidad cultural permanente, crea importantes espacios para
la participación ciudadana en torno a cómo proveer mejores experiencias y
servicios, promueve a través del flujo de recursos, uso y participación el
fomento de los focos de identidad emergentes y hace necesaria y prevalente una
actitud generalizada de igual ciudadanía, no sólo desde autoridades, sino desde
todos los actores sociales y económicos interesados en el fomento de este
turismo. Una ciudad que se toma en serio el turismo urbano es una ciudad que no
duerme. Que tiene ofertas diferenciadas de experiencias, actividades y consumo
a toda hora del día y de la noche. Es una ciudad que es amable en el trato
entre las personas y que es intuitiva en sus usos y espacios, como señaléticas
y diseño de espacios públicos, traspasando así las barreras de los idiomas. Es
una ciudad organizada e integrada en sus servicios, comercio y experiencias, de
manera de dar una oferta suficientemente atractiva. Como consecuencia, será una
ciudad cosmopolita, generosa en hitos recordables y con un flujo de recursos
suficientes como para impulsar círculos virtuosos en construir más y mejores
espacios, mejor infraestructura y mejor oferta de experiencias. En fin, los más
beneficiados serán siempre, más que los turistas, los usuarios y
particularmente los vecinos.
Estas son sólo algunas líneas, ni
exclusivas ni excluyentes, de lo que podría ser una agenda liberal de política
urbana. La discusión que nos interesa es cómo corregirla, complementaria y
potenciarla, para hacer del liberalismo un protagonista en la bienvenida
politización de la discusión urbana que se viene y donde esperamos hacer de
Providencia una plataforma que lidere la vanguardia de esta discusión.